La Vega Baja que queremos: ¿erial, barrio dormitorio, o lugar de disfrute ciudadano y foco de dinamización económica?


Han pasado veinte años desde que el entonces consejero de Sanidad, Fernando Lamata, pusiera sobre la mesa la idea de la construcción de un nuevo hospital. Veinte años después, la infraestructura es una realidad y está a punto de inaugurarse pero, paradójicamente, junto a la mejora sanitaria que se supone que traerá, existe una amenaza que se cierne para una serie de barrios toledanos, que han crecido, comercialmente, bajo la sombra de la atracción de personas que suponía el antiguo hospital Virgen de la Salud. Nadie, sin embargo, parece que había pensado, o planificado, cómo evitar el cataclismo económico que se avecina cuando el centro sanitario deje de funcionar. Como suele ser normal por estos lares, las improvisaciones y parches han surgido en las últimos meses, con una carambola a tres bandas que se plasmaría en la construcción de un nuevo cuartel de la guardia civil en la zona arqueológica de Vega Baja, mientras que el Ayuntamiento, que sólo actúa de intermediario, recibiría el solar que quedara vacante, para la construcción de viviendas para jóvenes.

A nadie se le escapa que la solución es un parche que solucionará poco, porque, evidentemente, el número de visitantes del barrio, en todo caso,  va a caer de forma catastrófica para el comercio local, mientras, se mutila una potencial fuente de generación de riqueza. Tal vez sea el momento de ampliar la visión cortoplacista de puesta a disposición del ladrillo del resto del espacio que aun sobrevive de Vega Baja, lo que supondría un beneficio económico importante e inmediato para unos pocos, pero que convertiría a estos barrios en un suburbio dormitorio anodino más de la ciudad.  Los vecinos, al regresar de sus trabajos, al atardecer, estacionarían sus vehículos, y encerrados en sus bloques de viviendas consumirían televisión, desplazándose a otros barrios o zonas, o a los grandes centros comerciales, a realizar sus compras o disfrutar de espacios abiertos y luz solar.
 
Desde hace varios años, el Patrimonio Cultural se ha mostrado como un elemento importante de dinamización económica de zonas deprimidas. El mismo mecanismo puede actuar a nivel de barrio de una ciudad pero, además, dada la relevancia del objeto a poner en valor; la antigua capital del reino visigodo, las sinergias que pueden producirse en el entorno inmediato, e incluso en toda la ciudad, serían importantes. Además, la amplitud del sitio, rodeado por un lado por la Universidad y el pequeño barrio de San Pedro el Verde, y por otros, por los barrios de Palomarejos, Santa Teresa, y del Circo Romano, permite que la antigua vega pueda convertirse en un elemento de calidad de vida para estos vecinos y por extensión para el resto de la ciudad, con paseos, jardines, o huertos urbanos, en el entorno de bellas ruinas.

En primer lugar sería importante que la ciudadanía comprendiera el valor que tiene el sitio, desde los puntos de vista cultural, de calidad de vida, y económico, para lo cual es necesario, no sólo que los vecinos conozcan el lugar y los proyectos (sólo puede valorarse aquello que se conoce), a través de exposiciones, rutas o charlas, lo cual es un elemento de ocio y por tanto de mejora de la salud espiritual y mental de los ciudadanos, sino que estos deben ver resultados a corto plazo, e implicarse mediante mecanismos de participación en la puesta en valor del sitio, desde el punto de vista patrimonial, natural, o deportivo. Para ello es necesario que puedan aportar ideas, que participen en talleres o campos de trabajo de recuperación del lugar, que se sientan partícipes o implicados en la puesta en valor.

Evidentemente se trata de un gran esfuerzo; de la administración, que tendrá que poner los recursos económicos necesarios para la planificación y la realización de los trabajos, y de los ciudadanos, que se apropiarán así, poco a poco, de un espacio que actualmente se les ha expropiado, y permanece abandonado. Creo que los vecinos preferirían vivir en casas rodeadas de un entorno agradable, en lugar de ocupar una calle y un número de una manzana de viviendas sin alma. El problema es que la opción que se les ofrece en la actualidad es elegir entre pisos o erial. El resto de ciudadanos podrían disfrutar de un gran especio de esparcimiento, donde pasear entre ruinas, visitar, por ejemplo, el gran museo arqueológico de la ciudad, para el que no sería necesario construir ningún edificio, contribuyendo así a la destrucción del paisaje, sino utilizar alguna de las naves que hoy permanecen sin uso del actual campus universitario, o tomar una horchata en el ambiente fresco de un quiosco entre una frondosa arboleda.

Se necesita valentía política para mirar a largo plazo en lugar del ritmo veloz y corto de la gestión de una legislatura. En lugar de hacer Planes Especiales con el objetivo de urbanizar, se requiere un verdadero Plan Especial de Protección y puesta en valor. No parece que redactar un plan de este tipo sea más complicado que el que, al parecer, realiza Busquets. En poco tiempo puede estar sobre la mesa y  servir para empezar a captar los recursos necesarios. Algunas de las tareas a realizar no necesitan grandes inversiones económicas, y el espacio tampoco debería quedar cerrado a cal y canto durante años mientras se realizan los trabajos arqueológicos, lo que quitaría apoyo ciudadano. De ahí la implicación y participación de los vecinos, para que no se sientan ajenos, y la necesidad de que se vean resultados, sin tener que esperar a que se excave la totalidad del yacimiento.

En este plan, el residente local debería ocupar el foco central. Es el vecino de una ciudad histórica, con su cariño y respeto por el patrimonio, con su concienciación, con su presencia en definitiva, el que da valor al patrimonio, el que lo proporciona alma. Cuando se piensa en turismo, nuestras autoridades deberían tener en mente, en primer lugar, esa premisa. Todo debe hacerse para mejorar la calidad de vida del vecino. La vida que los ciudadanos locales proporcionan a la ciudad, y a su entorno, es un elemento esencial de autenticidad, muy valorado por el turismo que verdaderamente ama el pasado y la cultura, porque las ciudades vacías, son ciudades sin alma, es decir, parques temáticos de cartón piedra. No sería lo mismo un espacio  arqueológico más o menos excavado o extenso, ajeno al vecino y encerrado entre vallas y bloques de pisos de cinco plantas, para uso y disfrute del turista. Al mismo tiempo, la apertura de este nuevo espacio cultural podría suponer un cierto alivio en la presión turística del centro histórico de la ciudad, al diversificar la oferta.

Hemos llegado hasta aquí con un espacio que, aunque mordido indecentemente por sus bordes, y amenazado, todavía sobrevive a duras penas. Mantiene su gran valor cultural. La silueta del casco histórico, allá en lo alto, todavía es visible, lo que lo convierte en un paisaje excepcional. La situación es la que es, para bien y para mal. No debería ir a peor. Los vecinos tienen que sentir que ese espacio sirve, primero para su disfrute, y luego para su economía. No será muy difícil crear zonas ajardinadas, parques, o espacios para actos públicos o de ocio, como representaciones teatrales, mercadillos visigodos, o actividades de participación como recreaciones históricas, en armonía con las ruinas, allí donde sea posible. Después, todo vendrá rodado. El valor excepcional del yacimiento, el ambiente creado, lo dará un valor añadido que hará que se venda, como se suele decir, solo, creando un foco importante de generación de empleo y riqueza.


Existen pocas ciudades que puedan decir que tienen dos diamantes. Uno es el casco histórico, ya está tallado, con sus brillos y sus sombras.  El otro, la Vega Baja, está en bruto, y necesita que se le haga brillar. ¡Sean valientes!


Puedes leer este artículo en:

y