El Polígono sin nosotros
Nuestras
referencias temporales tienen de base la escala de la vida humana. Nos cuesta asimilar
la distancia que existe entre nosotros y las sociedades desaparecidas del
pasado y aún más digerir la dimensión de los tiempos profundos de la geología.
La naturaleza
hizo su lento y eficaz trabajo. Durante millones de años energías colosales
levantaron montañas, las arrasaron y de los escombros las volvieron a alzar,
fracturaron el suelo, lo levantaron y lo hundieron, y los picos fueron desgastados
una vez más. Luego, el río el Tajo terminó de modelar el relieve.
Entre 600 y
380 millones de años gran parte de la península estaba cubierta por un mar. Después,
durante cien millones de años, los materiales depositados en el fondo fueron plegados
como si fueran una hoja de papel que presionamos por los extremos, formando macizos
montañosos. En el interior la temperatura aumentó hasta el punto que se fundieron
los materiales, ascendiendo por las grietas y enfriándose en la profundidad o
la superficie, y en algunos casos se mezclaron y combinaron dando lugar a
distintos tipos de rocas.
Los ríos y
arroyos erosionaron estas montañas hasta arrasarlas por completo dejando a la
vista las rocas más profundas y antiguas, las raíces. Al mismo tiempo, hace 80
millones de años, una elevación del nivel del mar hizo que las aguas llegaran
hasta donde hoy se ubica nuestro barrio. En un mar poco profundo y cálido se
depositando sedimentos calizos, margas y arenas.
A partir de
hace 55 millones de años las fuerzas geológicas actuaron de nuevo sobre un gran
macizo que ante las presiones se comportó como bloques rígidos; una parte se
elevó formando los Montes de Toledo y otra se hundió creando una gran cuenca
interior a donde empezarían a verter los ríos y se formaron lagos. El límite
entre las dos zonas quedó marcado por una fractura de sentido este-oeste
(falla). Desde los montes bajaron arroyadas de materiales arrancados que iban
perdiendo los elementos más gruesos y rellenaron la depresión interior con
sedimentos cada vez más finos, creándose así una suave pendiente.
Hacia el sur
de la Vía Tarpeya la atalaya se asoma al escalón de la fractura, cimentada sobre
las rocas más antiguas del dominio silíceo en el que predominan las migmatitas;
rocas formadas por una mezcla de materiales en distinto grado de fusión que
vemos por todo el escarpe y los arroyos que lo cortan. La falla no es visible,
oculta bajo el manto de sedimentos aluviales que cubrió toda la zona hacia el norte,
dando lugar al dominio arcilloso de la Cuenca del Tajo, cuyos materiales
afloran cada vez que se construye un edificio o en los cortes de las
carreteras, como el rojo alcaén que podemos ver en el talud al sur del centro
comercial. Las margas blancas y rojizas depositadas por el mar, pertenecientes al dominio calizo, aflora aquí
y allá en varios puntos de la Fuente del Moro.
En algún momento, hace 2’5 millones de años, el macizo basculó y el Tajo empezó a circular de este a oeste al norte de los materiales duros, arrastrando los terrenos blandos y encajándose en estos debido a fenómenos planetarios (glaciaciones), dejando su rastro en forma de gravas que vemos aflorar en varias zonas de nuestro barrio a distintas alturas según su antigüedad.
Durante millones de años sólo existió la naturaleza. Mucho después veríamos en esta suave ladera un buen lugar para ubicar nuestros hogares. Humanos, capaces de lo mejor, de alcanzar las estrellas, y de lo peor, de construir mundos inhabitables de asfalto y ladrillo; sucios, hacinados, ajenos a la naturaleza que cada vez alejamos más de nuestras casas, sustituida por cualquier proyecto urbanístico especulativo e innecesario.
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