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Desde mi Atalaya. El mamut que se halló en el Polígono y se perdió en un museo

 El mamut que se halló en el Polígono y se perdió en un museo

A mediados de octubre de 1973 apareció, en una de las múltiples graveras que se explotaban para la construcción de las calles del barrio, a la altura de Laguna de Arcas y Ventalomar, la testa y defensas (cabeza y colmillos) de un enorme elefante, conocido desde entonces como “el elefante del Polígono”, aunque más tarde fue identificado como un mamut.

El río, en su discurrir de este a oeste, excavando su cauce entre glaciaciones, debió alcanzar este nivel hace 400.000 años, al final de uno de los periodos gélidos de la Tierra. Las temperaturas eran relativamente frescas, aunque ya no necesariamente muy frías, con tendencia hacia un clima más templado. El paisaje era de tipo estepa o sabana, con amplios espacios abiertos, por donde deambularía la fauna adaptada a estos ecosistemas.

Probablemente las condiciones climáticas anteriores habían hecho difícil la presencia humana. Es posible que los primeros humanos (los primeros vecinos del barrio) pasearan ya por lo que ahora es la parte más alta de Vía Tarpeya hace 750.000 años, en un periodo cálido y templado, aunque las herramientas localizadas en las gravas de esos instantes son dudosas.

El mamut (Mammuthus trogontheri o Mamut de Estepa), fue en vida un gran macho de cuatro metros de altura, con colmillos que alcanzaban los 2,66 metros. Pastaba en las praderas compartiendo espacio con manadas de caballos, toros gigantes, grandes ciervos y, probablemente un poco después, con hipopótamos que nadaban en el río. En esos momentos debieron aparecer de nuevo los humanos, una especie conocida como pre-neandertales u Homo heidelbergensis, como lo atestigua el hallazgo de herramientas de piedra por encima del nivel donde apareció el elefante.

El mamut probablemente murió por enfermedad o de viejo, fue consumido por carroñeros y al poco tiempo quedó cubierto por los limos del río en una de su múltiples crecidas para, en seguida, ser arrastrado y quedar depositado junto a gravas y arenas, y las herramientas de piedra abandonadas por los humanos, en una de las terrazas o depósitos de gravas del río.

Algo más tarde, cuando ya el río había abandonado esa cota y circulaba a una altura entre Boladiez y Alberche, durante un gran período cálido, los humanos ocuparon de nuevo el espacio, ahora de forma más intensa. Su rastro se encuentra en los yacimientos cercanos, como Pinedo. En el Polígono, sin embargo, en un contexto de crecimiento urbano importante, las faunas y herramientas prehistóricas no se buscaron, o se ignoraron, perdiéndose entre las gravas y arenas extraídas para construir los nuevos edificios y viales.

En su momento se trató de un hallazgo espectacular, poco frecuente, y fue valorado como tal, expuesto como una de las piezas estrella de la entonces sala de prehistoria del Museo de Santa Cruz. Luego, los humanos “evolucionados”, a través de nuestros representantes políticos a los que votamos, consideramos que la gravera donde apareció el mamut y otras existentes en el entorno eran un sitio ideal para verter y almacenar amianto al lado de nuestras casas, ahorrando así a las empresas el coste de transportarlo a un lugar adecuado; y que la historia nos sobraba: se clausuró la sección de arqueología y el elefante quedó de nuevo enterrado, ahora en un oscuro y húmedo sótano cerrado bajo siete llaves, y el espacio del museo que debía ser destinado a la arqueología fue entregado a un coleccionista privado de arte abstracto internacional de segunda fila que, como todo el mundo sabe, a los toledanos y turistas nos encanta, y todos los días hacemos colas interminables para admirarlo. ¡Dónde va a parar!


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IPCE: Restauración de piezas arqueológicas procedentes del museo de Santa Cruz. Fechas extremas 1965, Enero, 1 a 1984, diciembre, 31..1 Expediente. Signatura: BM 217/1





Desde mi Atalaya. El río de la vida

 El río de la vida

Como toledanos, el Tajo nos duele. Convertido hace ya muchos años en una cloaca a cielo abierto más que un río, lo hemos perdido. En la ciudad, casi sin querer, aunque se viva de espaldas a él, sólo hay que asomarse un poco para verlo, escuchar su rumor y sentirlo. En el Polígono, el río no se nota, está, pero distante, es su frontera norte. Y, sin embargo, el Tajo estuvo en su génesis, fue el escultor que lo sacó de la piedra y el barro y le dio la forma final; esa suave pendiente ideal para habitar. Creó el paisaje y trajo la vida.

Desde nuestra corta perspectiva temporal es difícil pensar que no siempre estuvo ahí. Porque el río empezó a circular apenas hace 2 millones de años, y lo hizo muchos metros por encima de donde hoy están nuestras cabezas, por lo que entonces era la gran llanura de la cuenca del Tajo, colmatada de sedimentos. Hoy, sin embargo, se encuentra alejado y a cientos de metros por debajo de aquella cota inicial.

Si nos fijamos un poco, podemos ver cerca de nuestras casas sus huellas; las arenas y gravas que una vez arrastró dentro de su corriente de agua, las señales de que una vez corrió sobre las piedras que ahora pisamos. ¿Cómo pudo llegar desde su posición original, pasando por nuestro barrio, al lugar por donde ahora circula?

El río, en su cauce medio discurre por una llanura con una ligera pendiente, haciendo curvas que, aunque no sea perceptible al ojo humano, van desplazandose a lo largo de cientos y miles de años a lo ancho de la llanura de inundación. En su discurrir, el río mueve sedimentos (gravas y arenas) que, en función de la fuerza del agua, deposita en el fondo o en los laterales del cauce. La pendiente del río depende de su nivel de base, que lo proporciona el mar en su desembocadura. Es fácil de entender que si el nivel de base baja, la pendiente del río aumenta, y con ello la fuerza del agua. A lo largo de la vida del río se han producido unos fenómenos planetarios conocidos como glaciaciones que en esencia son un descenso muy grande de las temperaturas, sostenido en el tiempo, de forma que se llega a un punto en el que el calor del verano no puede derretir la nieve acumulada sobre los continentes, y crece la capa de hielo hasta tal punto que provoca un importante descenso del nivel de los mares, y con él un aumento de la pendiente de la corriente de los ríos y de su fuerza. En consecuencia, al aumentar la energía, el río corta su subsuelo, bajando de nivel. Cuando la temperatura sube y el hielo de los continentes se derrite, el mar recupera su nivel, pero el río ya ha excavado su cauce y no puede volver a su posición anterior, quedando establecida una nueva llanura de inundación. Las gravas que había depositado y que no fueron arrastradas, quedan colgadas en “terrazas” y son las que podemos ver en la actualidad en algunas zonas, a distintas alturas.

Hace unos 400.000 años, cuando el río alcanzó las cotas más altas de nuestro barrio, los seres humanos vivían ya aquí, y sus huella en forma de herramientas de piedra han quedado archivadas entre las gravas del río, que las recolectó de su llanura de inundación junto a los huesos de algunos de los animales que convivieron con él, como el famoso mamut del Polígono, del que hablaré en la próxima entrega.

Durante miles de años las vegas fueron, junto a la pesca, una fuente inagotable de alimento y de vida, hasta hace apenas 60 años. La realidad vergonzosa del río, hoy, nos impulsa de vez en cuando a hacer manifestaciones llorando lágrimas de cocodrilo, y a engañarnos, pensando que podemos recuperarlo, sin hacer nada por remediar las causas que lo mantienen tumefacto; nuestro depredador modo de vida actual. 


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Desde mi Atalaya. El Polígono sin nosotros

 El Polígono sin nosotros

Nuestras referencias temporales tienen de base la escala de la vida humana. Nos cuesta asimilar la distancia que existe entre nosotros y las sociedades desaparecidas del pasado y aún más digerir la dimensión de los tiempos profundos de la geología.

La naturaleza hizo su lento y eficaz trabajo. Durante millones de años energías colosales levantaron montañas, las arrasaron y de los escombros las volvieron a alzar, fracturaron el suelo, lo levantaron y lo hundieron, y los picos fueron desgastados una vez más. Luego, el río el Tajo terminó de modelar el relieve.

Entre 600 y 380 millones de años gran parte de la península estaba cubierta por un mar. Después, durante cien millones de años, los materiales depositados en el fondo fueron plegados como si fueran una hoja de papel que presionamos por los extremos, formando macizos montañosos. En el interior la temperatura aumentó hasta el punto que se fundieron los materiales, ascendiendo por las grietas y enfriándose en la profundidad o la superficie, y en algunos casos se mezclaron y combinaron dando lugar a distintos tipos de rocas.

Los ríos y arroyos erosionaron estas montañas hasta arrasarlas por completo dejando a la vista las rocas más profundas y antiguas, las raíces. Al mismo tiempo, hace 80 millones de años, una elevación del nivel del mar hizo que las aguas llegaran hasta donde hoy se ubica nuestro barrio. En un mar poco profundo y cálido se depositando sedimentos calizos, margas y arenas.

A partir de hace 55 millones de años las fuerzas geológicas actuaron de nuevo sobre un gran macizo que ante las presiones se comportó como bloques rígidos; una parte se elevó formando los Montes de Toledo y otra se hundió creando una gran cuenca interior a donde empezarían a verter los ríos y se formaron lagos. El límite entre las dos zonas quedó marcado por una fractura de sentido este-oeste (falla). Desde los montes bajaron arroyadas de materiales arrancados que iban perdiendo los elementos más gruesos y rellenaron la depresión interior con sedimentos cada vez más finos, creándose así una suave pendiente.

Hacia el sur de la Vía Tarpeya la atalaya se asoma al escalón de la fractura, cimentada sobre las rocas más antiguas del dominio silíceo en el que predominan las migmatitas; rocas formadas por una mezcla de materiales en distinto grado de fusión que vemos por todo el escarpe y los arroyos que lo cortan. La falla no es visible, oculta bajo el manto de sedimentos aluviales que cubrió toda la zona hacia el norte, dando lugar al dominio arcilloso de la Cuenca del Tajo, cuyos materiales afloran cada vez que se construye un edificio o en los cortes de las carreteras, como el rojo alcaén que podemos ver en el talud al sur del centro comercial. Las margas blancas y rojizas depositadas por el mar,  pertenecientes al dominio calizo, aflora aquí y allá en varios puntos de la Fuente del Moro.

En algún momento, hace 2’5 millones de años, el macizo basculó y el Tajo empezó a circular de este a oeste al norte de los materiales duros, arrastrando los terrenos blandos y encajándose en estos debido a fenómenos planetarios (glaciaciones), dejando su rastro en forma de gravas que vemos aflorar en varias zonas de nuestro barrio a distintas alturas según su antigüedad.

Durante millones de años sólo existió la naturaleza. Mucho después veríamos en esta suave ladera un buen lugar para ubicar nuestros hogares. Humanos, capaces de lo mejor, de alcanzar las estrellas, y de lo peor, de construir mundos inhabitables de asfalto y ladrillo; sucios, hacinados, ajenos a la naturaleza que cada vez alejamos más de nuestras casas, sustituida por cualquier proyecto urbanístico especulativo e innecesario.


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La Vega Baja que queremos: ¿erial, barrio dormitorio, o lugar de disfrute ciudadano y foco de dinamización económica?


Han pasado veinte años desde que el entonces consejero de Sanidad, Fernando Lamata, pusiera sobre la mesa la idea de la construcción de un nuevo hospital. Veinte años después, la infraestructura es una realidad y está a punto de inaugurarse pero, paradójicamente, junto a la mejora sanitaria que se supone que traerá, existe una amenaza que se cierne para una serie de barrios toledanos, que han crecido, comercialmente, bajo la sombra de la atracción de personas que suponía el antiguo hospital Virgen de la Salud. Nadie, sin embargo, parece que había pensado, o planificado, cómo evitar el cataclismo económico que se avecina cuando el centro sanitario deje de funcionar. Como suele ser normal por estos lares, las improvisaciones y parches han surgido en las últimos meses, con una carambola a tres bandas que se plasmaría en la construcción de un nuevo cuartel de la guardia civil en la zona arqueológica de Vega Baja, mientras que el Ayuntamiento, que sólo actúa de intermediario, recibiría el solar que quedara vacante, para la construcción de viviendas para jóvenes.

A nadie se le escapa que la solución es un parche que solucionará poco, porque, evidentemente, el número de visitantes del barrio, en todo caso,  va a caer de forma catastrófica para el comercio local, mientras, se mutila una potencial fuente de generación de riqueza. Tal vez sea el momento de ampliar la visión cortoplacista de puesta a disposición del ladrillo del resto del espacio que aun sobrevive de Vega Baja, lo que supondría un beneficio económico importante e inmediato para unos pocos, pero que convertiría a estos barrios en un suburbio dormitorio anodino más de la ciudad.  Los vecinos, al regresar de sus trabajos, al atardecer, estacionarían sus vehículos, y encerrados en sus bloques de viviendas consumirían televisión, desplazándose a otros barrios o zonas, o a los grandes centros comerciales, a realizar sus compras o disfrutar de espacios abiertos y luz solar.
 
Desde hace varios años, el Patrimonio Cultural se ha mostrado como un elemento importante de dinamización económica de zonas deprimidas. El mismo mecanismo puede actuar a nivel de barrio de una ciudad pero, además, dada la relevancia del objeto a poner en valor; la antigua capital del reino visigodo, las sinergias que pueden producirse en el entorno inmediato, e incluso en toda la ciudad, serían importantes. Además, la amplitud del sitio, rodeado por un lado por la Universidad y el pequeño barrio de San Pedro el Verde, y por otros, por los barrios de Palomarejos, Santa Teresa, y del Circo Romano, permite que la antigua vega pueda convertirse en un elemento de calidad de vida para estos vecinos y por extensión para el resto de la ciudad, con paseos, jardines, o huertos urbanos, en el entorno de bellas ruinas.

En primer lugar sería importante que la ciudadanía comprendiera el valor que tiene el sitio, desde los puntos de vista cultural, de calidad de vida, y económico, para lo cual es necesario, no sólo que los vecinos conozcan el lugar y los proyectos (sólo puede valorarse aquello que se conoce), a través de exposiciones, rutas o charlas, lo cual es un elemento de ocio y por tanto de mejora de la salud espiritual y mental de los ciudadanos, sino que estos deben ver resultados a corto plazo, e implicarse mediante mecanismos de participación en la puesta en valor del sitio, desde el punto de vista patrimonial, natural, o deportivo. Para ello es necesario que puedan aportar ideas, que participen en talleres o campos de trabajo de recuperación del lugar, que se sientan partícipes o implicados en la puesta en valor.

Evidentemente se trata de un gran esfuerzo; de la administración, que tendrá que poner los recursos económicos necesarios para la planificación y la realización de los trabajos, y de los ciudadanos, que se apropiarán así, poco a poco, de un espacio que actualmente se les ha expropiado, y permanece abandonado. Creo que los vecinos preferirían vivir en casas rodeadas de un entorno agradable, en lugar de ocupar una calle y un número de una manzana de viviendas sin alma. El problema es que la opción que se les ofrece en la actualidad es elegir entre pisos o erial. El resto de ciudadanos podrían disfrutar de un gran especio de esparcimiento, donde pasear entre ruinas, visitar, por ejemplo, el gran museo arqueológico de la ciudad, para el que no sería necesario construir ningún edificio, contribuyendo así a la destrucción del paisaje, sino utilizar alguna de las naves que hoy permanecen sin uso del actual campus universitario, o tomar una horchata en el ambiente fresco de un quiosco entre una frondosa arboleda.

Se necesita valentía política para mirar a largo plazo en lugar del ritmo veloz y corto de la gestión de una legislatura. En lugar de hacer Planes Especiales con el objetivo de urbanizar, se requiere un verdadero Plan Especial de Protección y puesta en valor. No parece que redactar un plan de este tipo sea más complicado que el que, al parecer, realiza Busquets. En poco tiempo puede estar sobre la mesa y  servir para empezar a captar los recursos necesarios. Algunas de las tareas a realizar no necesitan grandes inversiones económicas, y el espacio tampoco debería quedar cerrado a cal y canto durante años mientras se realizan los trabajos arqueológicos, lo que quitaría apoyo ciudadano. De ahí la implicación y participación de los vecinos, para que no se sientan ajenos, y la necesidad de que se vean resultados, sin tener que esperar a que se excave la totalidad del yacimiento.

En este plan, el residente local debería ocupar el foco central. Es el vecino de una ciudad histórica, con su cariño y respeto por el patrimonio, con su concienciación, con su presencia en definitiva, el que da valor al patrimonio, el que lo proporciona alma. Cuando se piensa en turismo, nuestras autoridades deberían tener en mente, en primer lugar, esa premisa. Todo debe hacerse para mejorar la calidad de vida del vecino. La vida que los ciudadanos locales proporcionan a la ciudad, y a su entorno, es un elemento esencial de autenticidad, muy valorado por el turismo que verdaderamente ama el pasado y la cultura, porque las ciudades vacías, son ciudades sin alma, es decir, parques temáticos de cartón piedra. No sería lo mismo un espacio  arqueológico más o menos excavado o extenso, ajeno al vecino y encerrado entre vallas y bloques de pisos de cinco plantas, para uso y disfrute del turista. Al mismo tiempo, la apertura de este nuevo espacio cultural podría suponer un cierto alivio en la presión turística del centro histórico de la ciudad, al diversificar la oferta.

Hemos llegado hasta aquí con un espacio que, aunque mordido indecentemente por sus bordes, y amenazado, todavía sobrevive a duras penas. Mantiene su gran valor cultural. La silueta del casco histórico, allá en lo alto, todavía es visible, lo que lo convierte en un paisaje excepcional. La situación es la que es, para bien y para mal. No debería ir a peor. Los vecinos tienen que sentir que ese espacio sirve, primero para su disfrute, y luego para su economía. No será muy difícil crear zonas ajardinadas, parques, o espacios para actos públicos o de ocio, como representaciones teatrales, mercadillos visigodos, o actividades de participación como recreaciones históricas, en armonía con las ruinas, allí donde sea posible. Después, todo vendrá rodado. El valor excepcional del yacimiento, el ambiente creado, lo dará un valor añadido que hará que se venda, como se suele decir, solo, creando un foco importante de generación de empleo y riqueza.


Existen pocas ciudades que puedan decir que tienen dos diamantes. Uno es el casco histórico, ya está tallado, con sus brillos y sus sombras.  El otro, la Vega Baja, está en bruto, y necesita que se le haga brillar. ¡Sean valientes!


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