El patrimonio siempre pierde

Isabelo Sánchez Gómez

El patrimonio arqueológico se asienta sobre el territorio, donde los seres humanos actuales vivimos. Es relativamente fácil que cualquier obra, carretera, infraestructura o urbanización, de las que nos servimos, se “encuentre" con restos del pasado, conocidos o desconocidos. El sistema de tutela del patrimonio, desarrollado desde la transferencia de las competencias a las comunidades autónomas, intenta protegerlo mediante un conocimiento lo más completo posible de su ubicación en el territorio, a través del registro en las cartas arqueológicas o inventarios, ya sea que se encuentren sobre, o en el subsuelo.

De esta forma, ante cualquier obra o remoción de tierra que se proyecte, las administraciones pueden activar los mecanismos de protección necesarios. En base a los informes que tienen que emitir los arqueólogos, previos al inicio de las obras, la administración decide, en función del interés o valor, si basta con la documentación y los elementos pueden desmontarse, si es necesario preservar los restos o parte de ellos in situ y adaptar la obra, o si tienen tanta importancia que hacen inviable cualquier tipo de construcción sobre ellos. Se intenta hacer compatible la preservación de los restos del pasado con las necesidades que tenemos de vivienda, comunicaciones y otras infraestructuras. 

El sistema de tutelaje del patrimonio ha tenido, desde su implantación, sus luces y sus sombras. A partir de los años 80 del pasado siglo, las excavaciones arqueológicas se han multiplicado por mucho y con ello el conocimiento que se puede obtener sobre el pasado. Ha aflorado una cantidad de patrimonio enorme que ha proporcionado una gigantesca cantidad de información que, sin embargo, no parece haber llegado, como debiera, al común de los ciudadanos, ya sea mediante la difusión de ese conocimiento, y mucho menos en cuanto a la preservación y puesta en valor de los restos localizados. Una parte importante de los yacimientos han sido desmontados, es decir, han desaparecido, otra permanece inaccesible, preservados en parte debajo de las construcciones realizadas, y otra parte se conserva en sótanos o garajes, como floreros arqueológicos, descontextualizados e incomprensibles, sin acceso para el común de los ciudadanos. También existe un déficit importante en cuanto a publicaciones científicas en relación con el número de las intervenciones realizadas. 

El sistema implica que sea el promotor de la obra el que pague los trabajos arqueológicos, mientras que el arqueólogo debe responder ante la administración con sus informes, y es ésta la que tiene la capacidad de decidir qué se hace con los restos. La mayor parte de las intervenciones arqueológicas actuales se realizan por empresas contratadas por los promotores dentro de un contexto de competencia empresarial. Al promotor le interesa “liberar" el suelo lo más rápidamente posible, para abaratar sus costes, mientras que a la administración le interesa una buena documentación que le permita tomar las decisiones adecuadas, y que cumpla con los fines protectores de la legislación patrimonial. En el medio se encuentran los arqueólogos, dentro de la lógica del mercado y del abaratamiento de precios, en ausencia de unas tarifas reguladas, que tienen que conseguir proyectos para trabajar, y realizan sus labores, a veces, bajo las presiones del promotor, en el menor plazo de tiempo posible para poder obtener beneficios, al tiempo que responden a los mínimos exigidos por la administración. 

Esta situación lleva a que la actividad arqueológica sea considerada, en muchas ocasiones, como un problema, aun cuando está clara la naturaleza del patrimonio arqueológico como de dominio público, y que su protección en las normas es algo que nos enriquece a todos. En el “conflicto” entre patrimonio y urbanismo, el primero es el que tiene todas las de perder. El territorio español está lleno de ejemplos de hallazgos arqueológicos, o restos ya conocidos importantes, que han sucumbido antes proyectos urbanísticos estrella. El argumento del progreso, el empleo, las viviendas baratas, suele confrontarse con el patrimonio arqueológico como algo prescindible, por oponerse a ese desarrollo, generalmente, además, minusvalorándolo con argumentos como que son cuatro piedras y algunas en línea,  sólo hay dos monedas, o que las construcciones del siglo VI no pueden impedir las del XXI, etc. La base real de este conflicto se encuentra en el valor del suelo como generador de negocio y de riqueza económica para unos pocos, frente al del medio ambiente, los paisajes o la cultura, de todos, considerados como algo improductivo, y que por lo tanto son sacrificables.

Como vemos, el sistema no está exento de problemas y conflictos, sin embargo, se ha mantenido prácticamente sin variaciones desde la transferencia de las competencias a las autonomías. Uno de ellos es la toma de decisiones en el último momento, por lo que se ha denominado a esta arqueología, de urgencia, o de salvamento. Las soluciones que se plantean desde la administración, en general, pueden ser asumibles (teniendo en cuenta algunos de los problemas citados), pero ¿qué pasa cuando el urbanismo “choca” con un yacimiento de potencial gran valor? ¿Sirve en estos casos la actuación de urgencia? 

La cosa no es nueva, España está llena de ejemplos cuyo resultado ha sido un desastre para el patrimonio. En Toledo tenemos, por ejemplo, el caso de Vega Baja: se conocía la existencia de restos arqueológicos desde hacía siglos, se realizaron sondeos por todo el espacio del proyecto urbanístico que demostraron la existencia de un urbanismo extenso y complejo, y, sin embargo, se vendieron las parcelas, fraccionado el terreno entre promotores particulares, para que cada uno de ellos realizase las excavaciones que exigía la ley. Cuando el patrimonio afloró, como era esperable, la presión de un importante proyecto urbanístico, con gran cantidad de dinero en juego, se confrontó con el patrimonio, con la acostumbrada minusvaloración de este por parte de los promotores y los poderes públicos. Iniciados los trabajos arqueológicos, a pesar de la evidencia, se pretendió seguir adelante documentando los restos, y tal vez, conservando algunos, los que se consideraran más valiosos; aislados, inconexos y descontextualizados, aquí y allá, en sótanos y garajes, mientras se destruiría lo demás. Cumpliendo con el sistema de protección patrimonial estuvo a punto de acabarse con la ciudad visigoda. 

Otro ejemplo es el reciente “re-afloramiento" de los restos del anfiteatro romano en la Calle Honda, durante los trabajos para la construcción de una vivienda particular. Se sabía de la existencia de esos restos desde siempre. En la carta arqueológica aparece dentro del ámbito de protección A-4. Tavera-Covachuelas. Se han seguido los protocolos previstos en la norma, y ahora, hay que tomar una decisión, in extremis, que seguro que no gustará a una parte, o a nadie. 

Está claro que el sistema no funciona en determinados contextos. Esperar a que se presenten proyectos de obra para empezar a actuar, convertida la intervención en una urgencia, sólo conduce a la improvisación, y al desastre, generalmente para el patrimonio. ¿No sería mejor para todas las partes anticiparse en la toma de decisiones? En el caso del anfiteatro, un edificio, sin duda, de valor excepcional, ¿no se podía haber previsto la situación actual y actuar antes, tener claro qué se haría de llegar a este momento, o no haber dejado que se llegara hasta aquí? Una arqueología preventiva es eso, prevenir, y, sin embargo, se ha denominado con ese nombre a algo que no previene, que no se anticipa, sino que rescata de emergencia, y, en consecuencia, la mayoría de las veces sólo documenta. Sabiendo de la existencia de un patrimonio excepcional (aunque esto es válido para todos los patrimonios) lo más sensato es anticiparse, intentar conocerlo lo mejor posible mediante georradares, sondeos y excavaciones, y tener las decisiones tomadas antes de que se plantee un proyecto urbanístico o una construcción; si se va a permitir o no construir, y en qué condiciones. Habrá sorpresas, porque los hallazgos casuales siempre existirán, pero estas se reducirían de forma importante. De esta manera, la administración tutelar realizaría una verdadera labor preventiva y protectora del patrimonio, en lugar de la paliativa actual, generadora de frecuentes tensiones entre promotores, arqueólogos, administración y sociedad, y en la que la mayoría de las veces sale perdiendo el patrimonio.